La oscuridad lo engullía todo, y si uno se esforzaba por ver, solo se encontraba con las paredes de piedra de aquellos pasillos sin fin ni retorno. Era el laberinto, el enigma viviente. Él aún se preguntaba cómo había acabado allí; apenas recordaba nada más allá del laberinto. Cada día buscaba algo para saciar si hambre, y algunas veces el prisionero tenía la suerte de encontrar algún animal. Un día, oscuro y terrible, uno de ellos apareció. Éste sujetaba un hilo azul y empuñaba una espada. -¡Yo, Teseo, te daré a ti, Minotauro, la muerte! La espada del animal se hundió en su corazón y murió preguntándose aué daño podría haber hecho un simple prisionero Perezoso |