La campana tañó una vez, sacándome bruscamente de mis contemplaciones.
Su voz grave e imponente se quedó flotando en el ambiente unos segundos que
me parecieron eternos, entremezclándose con ese olor a piedra fría y polvo
húmedo que tanto detestaba. Levanté la cabeza hacia el techo y entorné los ojos
durante un instante, casi como si quisiera reñir a la inoportuna campana por
haber interrumpido mi hilo de pensamientos. “Cállate”, pensé. Pero la campana
tañó otra vez, haciendo caso omiso a mi riña.
Mientras su voz de estaño se iba disipando, escondiéndose en los sitios más
recónditos del templo, miles de motitas de polvo bailaban en los haces de luz
que entraban por las vidrieras. Inspiré ese aire frío y viejo. Había llegado mi hora.
Rune